sábado, 27 de agosto de 2011

Preguntas que a veces torturan.

Las comparaciones son odiosas y, aún así y a sabiendas, las seguimos haciendo, como una adicción más a la que dejar que el cuerpo sucumba.
Quizás empiezan con aquella insoportable pregunta de a quién quieres más, si a mamá o a papá, mientras tú, aterrado, te cuestionas si de verdad quieres a uno más que a otro y te invade el pánico al pensar que puede que sí, que quieras a uno más que a otro sin que seas del todo consciente de ello. Conforme vas creciendo, la comparación se enrarece y se vuelve peor, y ya no es una pregunta absurda, sino una auténtica competición darwiniana con el mengano de la clase que saca buenas notas, a ver si aprendes un poco de él, o con el fulano que no estudia y no querrás acabar como él, hecho un desgraciado; porque en los extremos, donde reside la comparación misma como una entidad casi platónica, ésta se desdobla y se compara consigo misma o con su aliento más pestilente que es el del miedo. Todo ello sin olvidar ese modo extraño de comparación revestido de justicia equitativa entre hermanos o amigos, el compartir a pares iguales castigos y bolsas de chucherías, sin importar de quién fuera la culpa o quién hubiera sido merecedor de tales galguerías.
Incluso se hace presente en su invisibilidad más dolorosa en ese solidario abrazo que muestra la infelicidad frente a la dicha; o en el beso que se torna premio de consolación, segundo plato, que aunque se prefiera la carne antes que la sopa o la ensalada, sigue siendo un mero segundo plato, y oye, hay primeros platos que son tan fuertes que de seguido se pasa al postre cuando no al regusto amargo del café; o en la mirada que asiente aunque no sienta, y da la razón porque, qué se le va a hacer, las comparaciones son odiosas pero nos han enseñado a vivir con ellas.

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Suena: un estribillo pegadizo en inglés, una canción de REM.

Desde mi ventana: el faro en la inmensidad de un cielo estrellado.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Diálogos aparentemente vacuos.

-Pero, ¿entonces...?
-Pues...
-O sea, que sí.
-No, no.
-¿Entonces no?
-Pues es que no lo sé.
-Vaya, entiendo.

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Suena: el aire acondicionado y el ventilador del ordenador, que parece que vaya a echar a volar.
Desde mi ventana: un poquito de Marina del Este.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Una tarde de agosto cualquiera.

El cielo era azul detrás de sus ojos, de su pelo y de los labios que acababa de besar. El sol de la tarde recortaba su figura, la enmarcaba con delicadeza, con dulzura, de un modo terriblemente encantador, compitiendo con la camiseta gris que llevaba, aquella que tanto me gustaba.

-Estamos aproximadamente a 81.2 metros -dijo por fin, mirando complaciente la pantalla del teléfono móvil, donde alguna aplicación descargada de internet mostraba varios satélites.

-81.2 metros sobre el cielo -respondí casi sin pensar.


Y después, no sé, supongo que le besé o me besó, mientras a todos esos metros de distancia, el mar se estrellaba contra las rocas del Peñón.

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Suena: las olas del mar.
Desde mi ventana: la playa a oscuras y las luces del chiringuito.