Y las frases se quedan en
suspenso, como si cada uno de nuestros silencios fueran los tres puntos de la
intriga, del qué pasará, qué vendrá después del aire que dejan tras de sí
nuestras palabras, la cadencia inacabada, el sonido que no es y, aún así, su vacío
resuena, resuena su inexistencia hasta llenar el espacio, hasta rebotar en las
paredes y golpearnos de lleno, en la sien, en la cabeza, en el pecho. Y luego
seguir, seguir cada cual por su camino, como si nunca antes hubieran empezado
ese puñado de palabras mal dispuestas que no pueden llamarse frases, que no
constituyen una conversación, y, sin embargo, ahí están, ahí se van, ahí se mueren
al despedirnos, al marchar con la incertidumbre de si volver la vista atrás.
Puede que eso lo resolviera todo,
darnos la vuelta y recoger las palabras que nunca perdimos, lanzárnoslas al
rostro, hasta que escuezan y piquen los ojos. Y ya, entonces sí, sin intrigas,
sin puntos suspensivos, sin una hermenéutica de la carencia, del abandono y la
orfandad de las sílabas, nuestras frases habrán acabado y sólo restará el
borrón, la precisión, la rotundidad, el enérgico estrellarse una única vez el
bolígrafo contra el papel, ponerle punto y final a esta historia que, como nuestras
frases, tiende, tiende, tiende y nunca alcanza, y su no llegar nos golpea en el
pecho con cada tentativa de huir, de atravesar la piel con cada latido, y no más puntos, sólo uno, ya no suspensivos, ya no más, ya sólo el
definitivo, el final.
Fíjate. Tendremos que aprender a
hablarnos sin andaderas que acaben con nuestras palabras para ser nosotros
quienes acabemos en ellas.
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Suena: Skinny love, Birdy.
Desde mi ventana: noche de domingo, algunas luces al fondo.