No voy a correr
detrás de tu sombra ni llevaré aguja e hilo por si acaso se te descose y me
necesitas. No te mostraré las palmas de mis manos, abiertas y surcadas por
tantas líneas que quizá nuestro futuro estuviera en alguna de ellas y, ya ves,
cierro el puño sin que se destruya, sin que se desdibuje. No te cogeré del
brazo como quien no quiere la cosa en mitad de un paseo ni tu teléfono sonará a
una de esas horas para las que mi voz se excuse preguntándote si es demasiado
tarde para charlar un rato. No te miraré fijamente a los labios ni pensaré cómo
sería besarlos, me conformaré con la cortesía y algún que otro arrebato, alguna
exaltación o esperaré a que tu equipo favorito gane ese partido decisivo.
Estaré a tu lado y contemplaré tu belleza como quien admira hoy un templo
griego y no teme a sus dioses porque sabe que dejaron de habitarlo
hace siglos. Y te veré envejecer el tiempo que quieras mostrarme tus canas, tus
arrugas y las heridas de la vida que se van volviendo costra sobre la piel y la
juventud. Beberemos vino y no nos parecerá un exceso, comentaremos la última
analítica y los pagos de una hipoteca que nunca será nuestra. O puede que
desaparezcamos y sea una canción la que nos haga volver en medio de un atasco
de camino al trabajo o en una carretera al comienzo de un viaje. No te contaré
todo lo que te ofrecerían mis brazos, mi pecho y mi regazo. No te hablaré de lo
contagiosas que pueden llegar a ser mis carcajadas porque tú también te has
reído con ellas y nuestra felicidad ha sido un eco lejano.
Llega una edad
en la que aprendes a cambiar el instinto suicida por algo que no sé cómo se
llama, pero que acalla los condicionales, los “¿y si…?” dejan de atormentar y
hacen cierta compañía. Una edad en la que ya no es tan seductor eso de
arrojarse a los callejones tortuosos de la vida para insistir una vez más sólo
porque el último brillo en sus ojos, la última palabra en su boca, el último
gesto de sus manos se queda clavado en la retina y parece una invitación, la
última quizá, para seguir intentándolo.
Ahora te imagino y
sonrío pensando que ojalá esa edad me hubiera sobrevenido hace años.
Suena: Gigante con miedo, Fran Fernández
Desde mi ventana: El sol se cuela tímido por la
calle, rompe el gris del cielo y del empedrado. El balcón de enfrente, como
siempre, está cerrado. No es mi ventana, pero podría serlo.
Fíjate si han pasado años y aún no se cómo se llama "eso" que acalla los condicionales, pero te garantizo que existe y que le conozco bien.
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