Quién siempre gana, nada sabe de la vida, pero pese
a todas nuestras derrotas, tampoco sabíamos nada; si acaso atisbábamos aquello
que nos nacía en la palma de la mano, que se nos escapaba entre los dedos cada
vez que tratábamos de apresarlo. Nada sabíamos, es cierto, y septiembre llegó
para pedirnos que creciéramos de golpe. Sin darnos cuenta, por supuesto, pero pasaron
los días, los treinta, uno detrás de otro, y a los labios acudía el verso
callado, el miedo a pronunciarlo demasiado alto, como si alguna suerte de sortilegio
o maleficio fuera a arrebatárnoslo. El hábito hace al monje, y de sobra
conocíamos el peligro de hablar antes de tiempo, de dejar de conjugar los
verbos en subjuntivo, los temblores y contracturas que nos producía el presente
de indicativo.
Y ya ves, octubre ha venido pidiendo explicaciones,
haciéndonos saltar por los aires todo engranaje viejo y oxidado; toda mecánica del
corazón se ha desprendido del olor a naftalina, del verdín y del moho, del
recuerdo de otros caudales que una vez fueron río y deshielo, inundación y
tristeza de sal. Nos ha puesto en pie, nos ha revuelto el estómago hasta
obligarnos a mirar, a fijar los ojos, la vista, las agallas en todo lo que sin saber,
hemos sabido, y otra vez con Sabina, querernos como es debido.
¿Quién nos ha visto este octubre al que se le caen
las hojas y en el que seguiremos necias y bisoñas, pero un poco más cerca de
alcanzarla, de rozarle levemente su vestido a la vida…? ¿Quién diría, no sé, que
ahora otras derrotas traen estas victorias, este beso sincero, esta mano
entrelazada, este encontrarse un poco de nuevo…?
¿Quién? Y no habrá respuesta. No podremos tenerla.
La mirada se nos acomoda al horizonte y, con la
calma que trae tu presencia, deja de darnos la espalda, la media vuelta.
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Suena: Candombe para olvidar, Ismael Serrano
Desde mi ventana: la noche cerrada, las luces de la casa vecina, el cristal que refleja el paso de estos días...