Ahora
que mi ciudad se ha vuelto otoño
y
por fin llueve,
y
se colman los diarios y las bocas
con
la ciclogénesis explosiva,
como
si nunca hubieran contemplado
la
turbulencia de un derrumbe
-acaso
son estas ruinas encharcadas
una
mala costumbre sólo mía-,
y revolotean
las hojas
y
algunas caen sobre estos hombros,
tan encogidos por el frío,
que
tiemblan porque es temprano
y
el manto húmedo de la noche
nunca
supo ser abrigo.
Ahora
-te
decía-,
que
es diciembre,
las
luces serpentean los cielos y las calles,
y
el año es el suspiro breve del cansancio,
mi
mano derecha,
la
misma que garabatea estas líneas,
pasea
desnuda sus dedos y se interroga
por
el destino del guante blanco,
seguramente
ya sucio además de perdido.
¿Quién
lo mirará con la desazón que
provocan
los guantes y los zapatos de bebé
extraviados
sobre las aceras?
Y
pese a tanta orfandad y tristeza,
fíjate
que lo peor sigue siendo lo siempre:
no
saber cómo soportar,
en
plena ola de frío,
el
calor de mi mano izquierda._______________________
Suena: la lluvia contra los cristales de la ventana traslúcida.
Desde mi ventana: las primeras palabras me asaltaron caminando por una calle cubierta de hojas marrones y amarillas, el resto fue cosa de la lluvia y, por supuesto, del momento incierto en el que mi guante derecho decidió descubrir el mundo más allá del bolsillo del abrigo.
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