El sol entra
por la ventana y calienta el escritorio y el lomo de Malena, tumbada sobre los
apuntes ignorando que Locke provenía de una familia de parlamentaristas. La
miro y pienso: «De todos los lugares de la casa, tuvo que enroscarse sobre mi
temario»; y a falta de cigarrillos en blanco y negro, bebo un sorbo del té que
se enfría lentamente a un lado. Ni siquiera el trino de los pájaros consigue
despertar en ella un mínimo interés; sus orejas, siempre atentas, apenas sí se
mueven ahora.
Mi vecino ha
puesto música y suena a los años cincuenta. Me imagino abrazada a tu cuerpo,
con la cabeza sobre tu hombro, con las luces bajas y me pregunto si él también
estará bailando en el salón de su casa. Son los compases de Only you y, de pronto, quisiera pasarme
lo que queda de día anclada a tus brazos y a esa canción. Nos imagino envejeciendo
juntos, como en cualquier película de lágrima y sonrisa fácil, pero no te lo
digo -lo escribo, que es peor, pero a estas alturas tampoco vas a sorprenderte
con esta confesión.
Malena se ha
subido al alféizar y los compases se repiten con intervalos de silencio -tal vez
sean besos. La Sierra, al fondo, está tan blanca como el lomo de la gata y se
me van los dedos de las manos si cuento los años que hace que no la piso. Me digo que
tenemos que subir un día de estos y qué fácil resulta hacer planes cuando se
tienen tantas cosas que hacer, me añado a mí misma mientras vuelvo a los
folios. Escribo y rasgo el papel: «Hume, vida y obras», y el bolígrafo refleja
este sol como si diciembre me sacara la lengua y Malena trata de atraparlo -el
bolígrafo y puede que diciembre también- entre sus garras. Tintinea su cascabel
y el grito de un niño llamando a su abuelo para que le mire me transporta sin remedio a los días eternos de la infancia.
«Hume, vida y
obras», me repito con falsa disciplina y pocas ganas. Cualquiera se concentra
con tanta vida al otro lado de la ventana, con la paz que traen los domingos, aunque
hoy sea jueves y festivo -o precisamente por eso, porque es jueves y festivo, y
llevamos la semana plagada de domingos. Esa melodía lejana, puede que desde un
tocadiscos para hacerlo todo aún más idílico, me confirma por cuarta o quinta
vez que only you can make this world seems right… Recuerdo entonces Edimburgo
y la estatua de David -total, ya hay más que familiaridad con él- a un lado de
la Royal Mile y las esperanzas de tantos estudiantes depositadas en el dedo
gordo de su pie. Nos recuerdo helados de frío y cagados
de miedo la noche que vimos su tumba en el cementerio y la ciudad a nuestros
pies, sus luces y sus fantasmas, y lo abrazados que nos dormimos después. Recuerdo
Edimburgo, sus intrincadas calles, sus empinadas cuestas y mi asfixia subiendo
al extinto volcán, when you hold my hand
I understand the magic that you do, el semáforo en el que nos besábamos día
tras día porque siempre estaba en rojo y los callejones que te detenías
a fotografiar. Y parece que haga siglos de aquella lluvia, de la cafetería,
de los haggies y de la paella con romero; hoy que es otra la paella que me
espera en la mesa, hoy que el sol se refleja en la nieve de nuestra Sierra, hoy
que bailan en el salón de al lado y un niño llama a su abuelo para que le mire.
Malena hace otro tanto y se tumba boca arriba sobre los apuntes para que le
rasque la barriga; de un momento a otro se cansará y se revolverá con furia,
agitando sus patas y clavando sus uñas en mi brazo.
La música ha
dejado de sonar y ya sé que escribiré este texto. Cuando termines de leerlo,
llámame. Sé que no podrás prometerme que volveremos, pero para poner el punto
final fingiré que al otro lado del teléfono tu voz -«¿tú quieres?»- me lo
prometerá y, aunque luego nunca volvamos, afortunadamente Hume no se tiene por
qué enterar.
_________________________Suena (por cortesía de mi vecino): Only you (and you alone), The Platters.
Desde mi ventana: El sol cae sobre algunos tejados y Malena vigila atenta sus rayos.
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