Maldita
Musa, que vuelves y me llenas el pecho de palabras y te me atraviesas en las
cuerdas vocales, y yo me pregunto si es que quieres hacerte un lazo en el pelo,
vendarte los ojos o colgarte de mi boca y quedarte así, suspendida en mi
garganta. Maldita seas tú y tu estampa, que dejas que me nazcan flores en las
entrañas, que se recubran con pétalos estos órganos, pero mis labios siguen
sellados. Ni contar la historia me dejas.
Siento
que me van a subir las letras hasta las pupilas, -me ahogo, Musa, ¿no te doy lástima?-
y se van a acomodar en el prado de mis ojos y al menor descuido van a barrerlas
mis pestañas y cómo las recupero si no puedo nombrarlas, si no puedo pedir
auxilio ni correr a salvarlas.
Dime,
Musa, háblame tú que no me tienes recorriéndote la sangre y acelerándote el
pulso para nada. Explícame, Musa, por qué me das la inspiración y me robas los
trazos, y se queda mi libreta tan triste y emborronada que parece cada tachón
una ristra de lágrimas…
Te
escucho reírte mientras mi gata duerme.
Te
acercas altiva, me pides que me las gane, que me haga digna de nuevo de mis
propias palabras y arrastras las sílabas como si fueran comienzo y no final,
como un tambor de batalla. Y esta música -estos acordes tan desafinados- ya la
hemos bailado antes, y tantas veces perdí el ritmo que comprendo que no me
tiendas tu mano ahora, que te burles y busques el modo en que mis pies tropiezan
antes del primer compás.
Qué
mal se nos da esta pista de baile que serpentea los límites de la verdad y la ficción,
y cómo se nota, Musa mía, que el vicio siempre es más vicio en las manos de
otro que en las mías cuando nos escribo.
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Suena: Sueños lentos, aviones veloces, IZAL.
Desde mi ventana: es de noche y el frío ha entrado ya, pero la Musa sonríe satisfecha desde el reflejo del cristal.