sábado, 27 de marzo de 2010

Contingencias.

Me gustan los días de sol, los de lluvia y los de viento. También los de nieve y en los que se trata de adivinar cómo evolucionará la jornada. Pero no me gusta que haga bueno cuando estoy triste ni que el cielo llore cuando tengo mejores planes; el viento es relativo y con la nieve tengo un par de cuentas pendientes. Los días impredecibles sólo me molestan si tengo que cargar con el abrigo o la rebeca en la mano, si los zapatos se me empapan y los pies caminan haciendo plof-plof, si la luz me da de lleno en los ojos o si el día se tuerce así sin más, a fuerza de tanta incertidumbre.
Me gusta lo dulce, lo salado, lo picante y, efectivamente, también lo agridulce. Pero nunca compro chocolate en el supermercado ni lo tomo porque sí. Tampoco soy de los frutos secos, a excepción de las pipas y las situaciones de hambruna desesperada. Curiosamente, me pirra la salsa guacamole y otras que no sé cómo se llaman pero que van de lujo con los nachos, pero no trago con la mostaza; incluso he llegado a quitarla de la hamburguesa una vez ya en la mesa. Igualmente, el arroz indonesio y demás comidas asiáticas cuando las aderezo, lo hago con soja, nunca con agridulce.
Me gusta pintarme las uñas de los pies aunque sea invierno y lleve zapatos cerrados. Pero, no sé cómo lo hago, nunca se me quedan del todo bien y los dedos acaban con la laca de uñas número trece de Mercadona. Y aún así sigo a mi tarea, esperando pacientemente el verano, donde cambio de color y si no domino bien el pincel, como es más clarito no se nota.
Me gusta escuchar la radio, aunque a veces ni la oiga. Me canso rápido de las canciones comerciales, de las listas de éxitos, de los números uno de hace años y de las que ponen música novedosa. Sin embargo, no me gusta encontrarme con voces de locutores que no reconozco, con sintonías de cadenas desconocidas o anuncios absurdos con situaciones y diálogos extremadamente falsos.
Me gusta cantar, inventarme la letra y hacer que a mi alrededor se tapen los oídos, a excepción de mi abuela que me anima pacientemente evaluando mis progresos con un "bueno, va mejorando eso" y, por supuestísimo, mi fiel amiga. Hablo de la ducha. Pero no me gusta que la gente me escuche cantar, me siento ridícula y al final acabo tarareando, pero ni por ésas doy con el tono, aunque sí con la letra. El Singstar es caso aparte. Incluso he llegado a sacar puntuaciones altas. Y ganar a amigas que cantan genial. Conclusión, el Singstar no es demasiado fiable...
Me gusta hacer cosas en las que acabo contradiciéndome. Pero no me gusta ser así. Y a la vez me gusta. Porque no podría concebirme tautológicamente y, sin embargo, a veces pienso que sería tan sencillo, todo unos, todo verdades lógicas...
Mas, como siempre, lo sencillo y lo complicado son términos tan sumamente relativos en tanto que los gustos son subjetivos y cambiantes.
Por eso son gustos y no pasiones.


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Suena: The Scientist -Coldplay
Desde mi ventana: La persiana está medio subida, medio bajada; oscuridad y las luces de las casas de enfrente.

domingo, 21 de marzo de 2010

La estación de las flores.

La primavera ya está aquí.
Y sigue lloviendo.
La gente ya empieza a quejarse de la alergia.
Aunque todavía no he visto a nadie con mascarillas, no quedará demasiado.
Tal vez no la llevan aún porque el cielo lleva toda la noche llorando. Y dicen que el agua limpia la atmósfera, el ambiente.
Esperemos que sea así.
Por algo es el símbolo de purificación por excelencia.
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Suena: Alguien que cuide de mí, Christina y Los Subterráneos.
Desde mi ventana: la lluvia es contundente pero, a cambio, hay que hacer esfuerzos para verla en el difuso telón de fondo, una mezcla de blanco y gris que se está haciendo demasiado habitual...

domingo, 14 de marzo de 2010

Cuatro paredes.

A veces te levantas y descubres que nada ha cambiado a tu alrededor.
Las paredes siguen exactamente igual que cuando te acostaste, cubiertas de fotos, de posters y otros recuerdos. Las partes visiblen aún necesitan una buena capa de pintura, y ya no hablemos de como urde ello en el techo. Haces cálculos mentales y descubres que la última vez que pintaste la habitación fue hace seis años, justo cuando empezaste a llamar mi cuarto a ese reducto de la casa. Y contemplas desde la cama, con los brazos extendidos por encima del embozo de las sábanas el desorden que impera, la mochila, los libros de la facultad, los apuntes, la ropa que ya no se sabe si está limpia o sucia, el bolso del fin de semana pasado, los zapatos, alguna que otra caja y cables que pueden ser tanto del portátil, como del mp4 o de cualquier otra tecnología.
Y te gusta.
Porque descubres en cada cosa tu propia huella, tu signo de identidad, la historia que la trajo un día, más o menos lejano al actual, hasta tu vida. Las fotografías te recuerdan un momento, cierras los ojos y divagas en aquel día, aquella comida en el parque, aquel paseo, el viaje a Madrid o el día de la madre. Luego están las fotos que no pueden contarte nada, pero que te hacen saber que aquello existió. Tú, de pequeña, tus padres de jóvenes, un paisaje donde nunca te has perdido.
Aún tumbada adivinas los títulos de los libros de la estantería, sonríes ante la trama, te asalta alguna frase la memoria, casi a traición, quizás sin más trascendencia que el simple hecho de acordarte, tal vez porque en el momento en el que lo leíste te impactó, te identificaste o lo aborreciste. Qué más da. El subconsciente lo retuvo y ahora le da por salir.
Después paseas la mirada en derredor, como si nada, deteniéndote en los cacharros que según tu madre lo único que hacen es acumular polvo. Una figurita, una vela, una flor de plástico o una lata. Sí, acumulan mucho polvo; en consonancia con el tiempo que llevan ahí, con el tiempo que hace que esa historia te marcó. Y, por un instante, te dan ganas de abandonar el calor de las sábanas y tocar, sentir, hacer vivo y presente aquel momento del que ya no sabes si lo que tienes es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo.
Pero no, no te mueves de la cama. Se está demasiado agusto, demasiado bien. Casi protegida. Y sigues mirando, y comprobando que cada rincón de la habitación sigue tal y como lo dejaste anoche, cuando cerraste los ojos intentando conciliar el sueño. Y sonríes porque reconoces que todo ese mundo es tuyo, te pertenece, tú lo has creado y tú puedes destruirlo.
Suspiras tranquila, sí, nada ha cambiado...
Pero, paradójicamente, cuando buscas la estabilidad y que todo siga exactamente igual, cuando necesitas reconocerte en lo que te rodea y saber que eres de tal forma por los archivos que guardas en el ordenador, por los libros que lees, por las fotos que tiñen las paredes de tu habitación... cuando, en fin, no eres capaz de encontrarte a ti misma si no es con la ayuda de esas pequeñas reminiscencias externas, es porque has cambiado.
Puedes no saber qué resorte de la mécanica de tu corazón ha hecho click lo ha desorganizado todo. Pero sabes que eso ha pasado.
Y ya no puedes seguir negándolo.
Es entonces cuando, con aire de fastidio, te das una última vuelta en la cama.
Oh, sí. Buenos días y bienvenida al mundo real.
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Suena: el trino de los gorrioncillos. Mi pájaro preferido, por cierto.
Desde mi ventana: el cielo, pero de un color extraño, una especie de azul plomizo que, sin embargo, refleja la luminosidad del sol oculto tras las nubes.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Un día cualquiera.

Hay días en los que el sol brilla en un cielo perfecto, azul, surcado por alguna que otra nube, blanca, regordeta, simpática como sólo pueden serlo en las ilustraciones de los cuentos infantiles. Pero también, hace viento, un soplo gélido, frío, que despierta y reaviva. Entonces no se sabe qué hacer con el abrigo, si nos lo quedamos puesto el sol nos calentará lo suficiente como para que necesitemos desprendernos de él; si nos lo quitamos, el viento nos recordará ese aullará hasta alcanzar nuestras entrañas.
Estos son buenos días para aprender lecciones; te dejan el cuerpo cortado pero conceden una pequeña tregua, alguna que otra esperanza, aunque sea la sencillez y la humildad de poder acostarte habiendo aprendido algo nuevo.
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Suena: Resistence -Muse.
Desde mi ventana: aún siguen corridos los visillos...

sábado, 6 de marzo de 2010

Preguntas y respuestas

Cuando no quieres saber una respuesta, sencillamente no haces la pregunta. Te quedas con la incertidumbre, con el doloroso cincuenta por ciento de probabilidades, porque al fin y al cabo todo acaba reducido a un sí, o a un no; desde las cuestiones más triviales hasta las preocupaciones más hondas. Nos movemos en términos bipolares, en la oposición binaria y no sólo para nuestros mitos, cuentos o cultura en general. Para entender cada historia, para poder comprender e ir más allá siempre necesitamos adjudicar los papeles: el bueno, el malo; el príncipe, la princesa; el lobo, caperucita; el mentiroso, el sincero... Y sin saber muy bien cómo, acabamos viviendo en aquel estúpido juego de ni sí ni no ni blanco ni negro. Prohibidas esas cuatro palabras, las alternativas, pese al riquísimo vocabulario español, se reducen proporcionalmente y sólo se logra decir a veces, quizás, tal vez, puede...
Joder, nos quedamos sin palabras si nos quitan la oposición de binarios, la radicalidad, el término medio y su virtud.
En fin, no sé muy bien por dónde seguir, no sé qué quiero escribir, pero sé que lo necesito, que me ahogo si no lo hago, que algo me impulsa, me llena de ímpetu... quizás mi propia rabia, mi propia parquedad de palabras ante esa ausencia... ¡Ah, las ausencias! Si algo he aprendido con toda certeza de Lyotard, es que las puñeteras ausencias son lo más presente y, a su vez, hay presencias que, en tanto que ausencias, hieren más que el propio vacío, más que las armas que empuñan los niños en países donde los sueños no llegan ni a caballos de cartón ni a espadas de madera.
El mundo se va a pique, cambia el eje de la tierra, la naturaleza se rebela tras tantos años de mansa servidumbre, las familias se destrozan, la muerte acecha a cada paso, el aire se vuelve raro y yo no sé qué hacer. Yo sí que estoy desorientada, perdida, chalada de remate. Me molesta la música y el silencio, la luz y la oscuridad, el día y la noche, el sueño y la vigilia, la risa y el llanto... me molesta expresarme en términos radicalmente opuestos, y me molesta no saber si soy la mala o la buena, si esto tiene algún sentido o carece totalmente de ello.
Odio las incertidumbres.
Por eso me obligo a dar con las respuestas, aunque no quiera saberlas. Porque el masoquismo en ocasiones no es más que otra forma de victimismo. Y el victimismo te exime de ciertas responsabilidades, como si te concibieras en un síndrome de Estocolmo permanente, sin posibilidad de sentir culpa alguna, ¡aunque paradójicamente eso sea lo que sientas!
Pero sobre todo, a lo que me obligo, es a no rendirme, a no tirar la toalla, a luchar aunque sea ciegamente porque, y es una gran verdad, ninguna causa está perdida mientras haya un insensato (o insensata, en este caso) que la defienda. Y más cuando la causa en sí es tan sumamente importante, tan sumamente decisiva...
No me valen las excusas, no me vale el derrotismo, ni el abandono.
Haz algo por tu vida y deja de quejarte y de lamentarte. Si algo te importa, vas a por ello y cometes todo crimen que tu corazón exija. Y no digo crimen literal. Pero sí el asesinato de tu propio miedo, de la incertidumbre, de las lágrimas...
Sé que me lo he buscado.
Yo he sido la que quería conocer la respuesta, sin necesidad si quiera de hacerme la pregunta.

jueves, 4 de marzo de 2010

La arena de los relojes hizo crecer el desierto.

¿Sabes lo que pasa cuando escuchas música?
Que lo tienes todo claro por un momento.
Y en ese momento su lenguaje te da coraje,
para arriesgarte y te das cuenta de que nunca es tarde.

El otro día me tropecé con estas frases de Lloro, de Ámbito Kinitoh.
Me quedé totalmente sorprendida, pese a haber escuchado esta canción bastantes veces sin una mayor trascendencia. Y es que tiene toda la razón. O, por lo menos conmigo, ha dado justo en la diana. Cuando escucho música, cuando me identifico con el sonido y, más allá de éste, con las palabras, la historia que encierra y todo aquello que pretende transmitir, siento que el mundo está en armonía conmigo, lo tengo todo claro, veo las cosas desde otro cristal.
Y sí, lo reconozco, me siento valiente, me dejo inundar por ese torbellino de impresiones, de ideas. Y creo que puedo hacer cualquier cosa y pienso y decido qué aspectos de mi vida no me gustan y cómo voy a cambiarlos. Y sé que soy fuerte, y sé que soy capaz, que tan sólo me falta chasquear los dedos para que todo sea perfecto.
Sin embargo, las canciones también acaban, llegan a su fin.
Y vuelve el miedo, el maldito y condenado miedo que arruina lo mejor, lo que verdaderamente sale de dentro de cada uno.
Pero el miedo se puede vencer; las agujas del reloj no.
Lo curioso es que siempre se nos olvida, e invertimos los términos. Por mucho que cambiemos la hora, adelantemos o atrasemos unos minutos, el tiempo escapa a nuestras manos...
Y no hay nada peor que llegar tarde al mundo real.
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Suena: el ventilador del ordenador y el rítmico, pero frenético, teclear de mis dedos; esta entrada quería escribirla en silencio...
Desde mi ventana: las nubes se pasean por el cielo oscuro, alguna luz perdida impacta contra la fachada de enfrente y juega a crear sombras, acaso reminiscencias...

martes, 2 de marzo de 2010

Sonría, por favor.

Hace algún tiempo ya, alguien me dijo que la sonrisa es el idioma universal con el que se entiende la gente.
Fue estando en un país distinto, cuando se me acercó una mujer extranjera como lo era yo en aquel lugar. Creo que me hablaba en alemán, pero vaya usted a saber ahora de qué lengua se trataba realmente, y huelga decir que ni la entendí. Ante esa abrumadora sensación de no poder comunicarme con ella, de no tener ni idea de a qué atenerme, no se me ocurrió otra cosa más que sonreírle. Y, he de reconocerlo, en aquel momento me sentí rematadamente estúpida; casi pillada en falta. Para mi sorpresa, la señora me brindó una sonrisa sincera, de ésas que rara vez se ven, y me apretó fuerte el brazo, como sólo saben hacerlo quienes te comprenden más allá de las apariencias. Y desapareció.
Ahí fue cuando me volví a mi acompañante, visiblemente azorada, y aún sonriendo.
Hoy volví a recordar esas palabras.
En el autobús, sentada entre un par de marujas cuyas voces, pese al elevado volumen de mis auriculares, me han puesto al día de todas sus enfermedades, encuentros y desencuentros, productos de oferta y casos de timos particulares, he descubierto una de esas sonrisas tan especiales.
Ha sido una niña pequeña, quizás seis o siete años, con un anorak rosa, parecido al que yo tenía cuando era más chica. Iba de la mano de mamá y daba saltos haciendo lo imposible por pulsar el botón de parada. En un instante nuestras miradas se han cruzado. Por inercia he sonreído ante sus esfuerzos por demostrar lo mayor que era. Pero la sonrisa que me ha regalado ella podría haber detenido el mundo si hubiese querido. Y, después, una carcajada inocente, como si la hubiese sorprendido haciendo una travesura.
Mamá le ha regañado por dar saltos y no comportarse como es debido en un autobús. Ésa era su parada. Igual que aquella mujer, también la niña ha acabado por desaparecer.
Y es que creo que todo lo que me ha dicho con esa ligera, sencilla e increíble curvatura de labios no puede describirse. Me lo guardo para mí.
Pero sí, al fin y al cabo, la sonrisa es el idioma universal.
Nunca te guardes una sonrisa, no sabes quién puede necesitarla.
(Y sí, vale, aunque está muy visto, tampoco sabes quién se puede enamorar de una sonrisa...)
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Suena: Dímelo a mí -Eros Ramazzotti
Desde mi ventana: lluvia, nuebes y ni rastro de Sierra Nevada; el sol de ayer fue sólo una pequeña tregua.