sábado, 28 de enero de 2012

Promesas de la niñez.

Se lo habían prometido tantas veces siendo una niña, que había llegado a creérselo; a pensar que sólo le faltaban unos años, unos meses, un poco de experiencia o cualquier otro modo de medir el tiempo, y que acabaría por darles la razón, porque siempre la habían tenido. Se había aferrado a esas palabras con la rabia de la impotencia, con el secreto que guardaban otros bajo la lengua, quizás en el paladar o puede que en las cuerdas vocales, pero que jamás traspasaba los confines de los labios.
Había escuchado tantas veces esa frase en cada una de sus consabidas variantes que, por repetición, la había adoptado como axioma...

-Lo entenderás cuando seas mayor.
-Aún eres muy niña para entenderlo.
-Eso son cosas de mayores.
-No tengas prisa, todo a su tiempo.
-Tú no lo entiendes.


Pero se había equivocado al creerles.
Había descubierto que la rabia que sentía entonces, cuando nadie le daba las respuestas que necesitaba, era exactamente igual a la que sentía ahora que, siendo ya mayor, ni siquiera ella misma era capaz de encontrarlas.

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Suena: I will let you go, Daniel Ahearn
Desde mi ventana: es de noche y en la casa de enfrente hay una luz encendida.

viernes, 20 de enero de 2012

Balancines.

 Hoy recupero un texto que escribí hace ya un par de años y que no sé por qué, en su momento, no vino a parar aquí...

 Me gustan los balancines, son mis columpios preferidos. 
 Esos que en la infancia soñaba atados a las gruesas ramas de robustos árboles, o con dos sencillas lianas. No sabría explicar la fascinación que me producen, la atracción casi fatal, el deseo pecaminoso de no abandonar el País de Nunca Jamás, donde los niños no crecen, donde se busca liberar a Tigriria, donde Campanilla siempre vuela tras Peter Pan. Por eso, en noches como ésta que hace frío y el Poniente sopla casi cómplice de mi fechoría, me cuelo en el parque que está a punto de cerrar y corro al columpio, mientras los niños cierran los ojos y sueñan, quién sabe si aún, con casas hechas de dulces y cuevas llenas de tesoros. Porque cuando los niños se meten en sus camas, el parque se vuelve un lugar peligroso donde se confiesan los primeros amores y se lloran los que no fueron, se fuman los cigarros y se escupen las cáscaras de pipa. 
 Yo lo veo todo desde mi columpio, sentada, con las manos agarrando firmemente las cadenas, preparada para darle cuerda con el empujón inicial y ahí, lo siguiente, a volar. Echo la cabeza atrás, como si se tratase de un ritual, y dejo que mi pelo, la cabellera dorada de Raspunzel por la que no va a trepar más que mis ganas de jugar, se desplome sobre la espalda, que la cascada de ondas se mezcle con el viento, con el aire, y recuerde aquellos momentos en los que eran dos gomas las que la hacían prisionera, las dos coletas de niña buena. Y entre mis ojos y el cielo, sus estrellas y los árboles que las saludan, sólo se interpone la viga que me sustenta, y pienso si, quizás, esa fue la primera barrera para alcanzar mis metas. Pero no le doy demasiadas vueltas, y allá voy, un impulso, piernas estiradas, piernas encogidas, piernas estiradas, piernas encogidas… Me vuelvo ingrávida, etérea y muevo las piernas descompasadamente pero extrañamente feliz, casi en una euforia de adrenalina contenida y que sí, que ahora quisiera salir, huir, escapar por cada uno de esos movimientos en los que me recreo. Sentir la brisa de lleno en la cara, el golpe, el impacto revelador, ¿de qué? De que estoy viva, de que esa niña que un día fui ha vuelto sólo para mí, sólo para el instante, el disfrute y el recuerdo. 
 Me observo en mi sombra, más grande cuanto más me acerco, más pequeña en mis despedidas, y me pregunto si sería necesario que me la cosiese, como mi viejo amigo Peter. Y sin yo quererlo cada vez me impulso más fuerte, más fuerte, más fuerte; y subo, subo, subo… ¿hasta donde? Hasta la luna. Sí, quisiera ser tan alta como ella, y desde su posición privilegiada observarte mientras duermes o te tomas tus cervezas, qué se yo, juguetear con tu pelo, devolver un guiño cómplice al esplendor de tu sonrisa, perderme en lo profundo de tus pupilas… 
 Y es esta princesa la que se viste azul, porque sabe que el príncipe ya no existe, se perdió en alguna batalla, en algún abismo, quizás en las fauces de un hambriento dragón…

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Suena: Si Peter Pan viniera, Ismael Serrano.
Desde mi ventana: sol, cielo blanco.