Hoy recupero un texto que escribí hace ya un par de años y que no sé por qué, en su momento, no vino a parar aquí...
Me gustan los balancines, son mis
columpios preferidos.
Esos que en la infancia soñaba atados a las gruesas ramas
de robustos árboles, o con dos sencillas lianas. No sabría explicar la
fascinación que me producen, la atracción casi fatal, el deseo pecaminoso de no
abandonar el País de Nunca Jamás, donde los niños no crecen, donde se busca
liberar a Tigriria, donde Campanilla siempre vuela tras Peter Pan. Por eso, en
noches como ésta que hace frío y el Poniente sopla casi cómplice de mi
fechoría, me cuelo en el parque que está a punto de cerrar y corro al columpio,
mientras los niños cierran los ojos y sueñan, quién sabe si aún, con casas
hechas de dulces y cuevas llenas de tesoros. Porque cuando los niños se meten
en sus camas, el parque se vuelve un lugar peligroso donde se confiesan los
primeros amores y se lloran los que no fueron, se fuman los cigarros y se
escupen las cáscaras de pipa.
Yo lo veo todo desde mi columpio, sentada, con
las manos agarrando firmemente las cadenas, preparada para darle cuerda con el
empujón inicial y ahí, lo siguiente, a volar. Echo la cabeza atrás, como si se
tratase de un ritual, y dejo que mi pelo, la cabellera dorada de Raspunzel por
la que no va a trepar más que mis ganas de jugar, se desplome sobre la espalda,
que la cascada de ondas se mezcle con el viento, con el aire, y recuerde
aquellos momentos en los que eran dos gomas las que la hacían prisionera, las
dos coletas de niña buena. Y entre mis ojos y el cielo, sus estrellas y los
árboles que las saludan, sólo se interpone la viga que me sustenta, y pienso
si, quizás, esa fue la primera barrera para alcanzar mis metas. Pero no le doy
demasiadas vueltas, y allá voy, un impulso, piernas estiradas, piernas
encogidas, piernas estiradas, piernas encogidas… Me vuelvo ingrávida, etérea y
muevo las piernas descompasadamente pero extrañamente feliz, casi en una
euforia de adrenalina contenida y que sí, que ahora quisiera salir, huir,
escapar por cada uno de esos movimientos en los que me recreo. Sentir la brisa
de lleno en la cara, el golpe, el impacto revelador, ¿de qué? De que estoy
viva, de que esa niña que un día fui ha vuelto sólo para mí, sólo para el
instante, el disfrute y el recuerdo.
Me observo en mi sombra, más grande cuanto
más me acerco, más pequeña en mis despedidas, y me pregunto si sería necesario
que me la cosiese, como mi viejo amigo Peter. Y sin yo quererlo cada vez me
impulso más fuerte, más fuerte, más fuerte; y subo, subo, subo… ¿hasta donde?
Hasta la luna. Sí, quisiera ser tan alta como ella, y desde su posición
privilegiada observarte mientras duermes o te tomas tus cervezas, qué se yo,
juguetear con tu pelo, devolver un guiño cómplice al esplendor de tu sonrisa,
perderme en lo profundo de tus pupilas…
Y es esta princesa la que se viste
azul, porque sabe que el príncipe ya no existe, se perdió en alguna batalla, en
algún abismo, quizás en las fauces de un hambriento dragón…
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Suena: Si Peter Pan viniera, Ismael Serrano.
Desde mi ventana: sol, cielo blanco.