Septiembre es un mes necesario,
me dijiste mientras el Liffey se nos quedaba a un lado. Septiembre es un mes
necesario, me repetiste y yo te cogí más fuerte de la mano. Entonces quedaba tanto tiempo que quién iba a
imaginar esta manera tan tonta de desvanecerse entre los dedos, igual que hace
el sol en la tarde o la risa después de un par de cervezas. Pero mira dónde estamos, en
la antesala de su decadencia, contemplándolo con la calma que traen los
regresos, como una tormenta lejana y que, sin embargo, sabemos que se acerca,
que algunas gotas de su lluvia nos salpicarán las mejillas. Las mismas de las que
nos resguardábamos sobre el Mersey o corriendo junto al Lagan, las que se
olvidaron de nosotros paseando por el Corrib o de la mano frente al Lee, o aquellas otras que nos calaron donde el Forth. Y ahora, ¿cómo fingir de nuevo esa
apariencia de propósitos, de primeros de enero, si septiembre éramos tú y yo
besándonos sobre el Támesis y no el presagio de la urgencia que corre a
rellenar fisuras, aquéllas con las que este amor le ha rasgado, le ha herido y
le ha ganado la partida a la realidad de las tristes rutinas? No lo sé, improvisemos o que decida el Genil. Al fin y al cabo, antes que ningún otro, ha sido su puente el que entre días y noches nos ha visto
florecer.
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Suena: un rumor de agua y de tiempo, las manecillas del reloj.
Desde mi ventana: las vistas de siempre, la Sierra y su primera nevada.
Ese Genil y ese puente que siempre cruzabas corriendo y saltando, mientras volvías la cabeza atrás, con tus labios dibujando la fina línea de la sonrisa y tu corazón lleno de atardeceres...
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