La
soledad es el eco de mis propios ruidos en un piso vacío, la oquedad de las
habitaciones frías y la intrusión violenta de esas otras vidas, las de los
vecinos. Es también el rumor de un televisor encendido e ignorado mientras preparo
algo de comer. O esa falsa compañía de algunas canciones aleatorias que se
reproducen en bucle, el modo en que un estribillo asalta los labios y quiebra
el silencio. ¡Cómo suena la voz propia cuando ni siquiera una es interlocutora!
Esa soledad desangelada de los lugares que todavía no han sido habitados, ¡cómo
se evidencia y agrieta a una misma vez! Y, sin embargo, una tarde despierto en
el sofá sin ser consciente de cuándo caí rendida y otra mañana abro los ojos en
un dormitorio que ya no es tan ajeno ni me provoca sorpresa o desconcierto. De
pronto, los armarios han dejado de estar vacíos, los papeles y los libros han
invadido toda superficie y hay tazas de té sobre el escritorio y agua hirviendo
en la cocina. Entonces, la soledad vuelve a ser lo que era antes de descubrirla
como ruidos delatores de mi presencia, y dejo de andar fugitiva de mí misma. Me
siento un rato, le escribo y charlamos. Desde una esquina la Musa me mira
con la sonrisa callada. Las dos lo sabemos: este piso está empezando a ser
casa.
Suena:
algunas canciones aleatorias que se reproducen en bucle.
Desde
mi ventana: ha caído la noche y todo es oscuridad sobre un patio de naranjos en
Cáceres.
No he leído nunca una descripción más acertada de la soledad. Se nota que la estás sintiendo aunque al compartirla vaya dejando de ser el ogro que te devora calladamente, para convertirse en la sombra amable que te acompaña para que ya no estés, nunca más, sola.
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