jueves, 18 de agosto de 2016

Quiéreme.

 El ruego escapó de sus labios y antes que de sus labios, lo hizo de su boca, de las cuerdas vocales, de la garganta. Pobre ruego, atravesado como estaba entre la sístole y la diástole, entre los alveolos y el pulmón. Pobre ruego, tan escondido. Pobrecito mío, tan temeroso del día, de abandonar la oscuridad de sus rincones, de esas entrañas que de tanto recorrerlas tan bien se las sabía.

-Quiéreme.

 Y a esos labios, cómo les dolía el imperativo, esa orden del vencido, ese lamento, ese último cartucho quemado sin su permiso. Cómo escocía en los ojos, igual que si al ruego lo hubiera parido el lacrimal, igual que una de esas molestas motas que, tan inoportunas, excusan de lo irremediable. Pero, por Dios, cómo le temblaba el cuerpo, qué absurdo vaivén dejaba tras de sí esa torpeza, esa confesión tan necia que parecía que fuera a hacerle caer sobre sus rodillas. Pobres labios entreabiertos, pobre suspiro, pobre cuerpo, tanto anhelo en tan poco pecho.

-¿Qué?

 Las prisas, como siempre, tiñeron de estelas rosadas las mejillas y el exceso de sus palabras. El ruego volvió a los labios, a la boca, a las cuerdas vocales, a la garganta. Volvió al través de alternar la sístole y la diástole, al respirar quedo, cansado, hediondo.

 -Que te quiero.
 -Yo a ti también.


 Míralo, tan cobarde y tan herido. Pobre ruego, carroña de un amor muerto.
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Suena: Quiéreme, Luis Eduardo Aute.
Desde mi ventana: la luna traza un sendero de plata sobre el mar en calma. Qué hermosas son las noches en la costa.

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